Hijos y hijas de la guerra

Yerly González es una niña de 17 años. Es dulce, alegre, sincera, y llegó al encuentro con la sensación de que no era merecedora de estar allí. La convocatoria inicial buscaba líderes de la región, personas que hicieran parte de organizaciones comunitarias y que tuvieran un historial personal de participación en iniciativas sociales. En consecuencia, se consideraba un poco fuera de lugar. Comparaba sus vivencias del conflicto con las de otras personas y temía no tener nada valioso que aportar al encuentro. Esta es una parte de su relato en el mandala de las verdades.

“A la edad de 6 años presencié algo que no comprendí. Veo un personaje bajar en caballo. Yo estaba jugando. Vi a alguien del común, supuestamente. Lo que jamás imaginé era que había saludado al personaje que trajo dolor a una comunidad y a una familia. Escucho los disparos, todos salen corriendo a ver si Yerly estaba bien. Sí. Ella estaba bien. Cuando fijan su mirada hacia el lado del río estaba la comunidad reunida. Habían asesinado a, en ese tiempo concejal, pero justo estaba a cinco días de mi bautizo. Lo mataron. Muchos dicen, el sapo, ¿verdad?, pero lo que no se han parado a buscar es por qué lo mataron.” 

Jhonatan es un muchacho de 27 años, que vive en el municipio de Mesetas. Es un joven trabajador, optimista, que cree haber tenido una historia relativamente tranquila, ajena a la experiencia directa del conflicto. Sin embargo, este era su relato:

“Sentí tristeza cuando una vez, yo tenía ocho años, cuando me llegó la noticia que a – se llama Carlos Julio Mirándo, pero le decíamos Negrito – le mataron a la mamá. Sí, bueno, yo ahí sólo supe eso, no entendía mucho”. 

Jhonatan Castro nos contaba que cuando creció se enteró de quién era el responsable de la muerte de la mamá de su amigo Negrito, y le propuso que “acostaran a ese man para siempre”. Un bando había matado al tío del Negrito, que había jugado para él el rol de padre. Otro bando había matado a su mamá.  Se encontraba, literalmente, abandonado en tierra de nadie. Pero el “Negrito” era un muchacho muy creyente, que había perdido tanto a su tío como a su madre y a su abuela. Él le dijo a Jhonatan que no podría matar a los responsables porque las personas a las que él quería estaban en el cielo, y si él se convertía en un asesino, nunca las volvería a ver. 

“Nunca me imaginé esa respuesta que él quería volver a ver a la mamá en el cielo. Entonces después me llegó la reflexión y esa reflexión viene como un granito de esperanza.” Jhonatan Castro

Anderson Zapata es un hombre de 32 años que vive en Lejanías y que trabaja como guía en la reserva Maravillas del Güejar. Se presentó como una persona tímida, servicial, que se consideraba a sí mismo más como un observador que como una víctima del conflicto. Había estado prestando su servicio militar en el Meta, entre otras en Mapiripán. Pero comparando su historia con la de otros, sentía que a él no le había pasado nada. Esta es una parte de su historia:

“Esta es la primera vez que escucho tanto dolor y que no he necesitado correr. Yo nací en este municipio de Lejanias y parte de mi vida yo creo que fue corriendo. Inclusive, si recuerdo bien desde mis 6 años, cuando empieza todo esto. Después de las 6 de la tarde no se podía caminar tranquilo por el campo. Una tarde con mi abuelita nos cogió la tarde y un aguacero súper tremendo y estábamos en el pueblo. Teníamos que caminar una hora a la finca y habíamos empezado a caminar, cuando la abuelita se cayó y se partió el brazo y ella asustada ni siquiera se dio cuenta y siguió caminando y hasta que me llevó a la finca.” 

“Pero no, la verdad no era el ejército, pues eran paramilitares, pero eran lo mismo. Y a dos de las personas se las llevaron pa’ la mata y a ella se le iban a llevar, y los hijos de una vez que no, entonces, normal, le quitaron la bebé y se la pasaron a la hija y estábamos así de frente. Le quitó la bebé, normal. Ella de una vez tiró a arrodillarse, y antes de que tocara el suelo la rodilla, ya le habían pegado un tiro en la cabeza. y normal.” 

En el laboratorio de Lejanías nos encontramos con muchos hijos de la guerra. Jóvenes que guardan en su memoria, desde su infancia, las imágenes de asesinatos, las voces de la persecución, el miedo. Que tuvieron que asimilar la violencia que se vivía en su entorno como algo “normal”, y crecer con la sensación de que la muerte estaba oculta en cada esquina y que debían sentirse muy afortunados porque todavía no les había pasado nada. 

Para casi la totalidad de los jóvenes que nos acompañaron en este encuentro los relatos tradicionales de su familia están teñidos con las cotidianas y comunes experiencias del miedo.

“Los enfrentamientos eran normales, era normal coger un colchón y salir de la casa. Chicos, yo siempre dormí con ropa y zapatos, yo creo que hasta hace unos siete años. A mí no me gustaba quitarme la ropa ni los zapatos.” 

Es imposible borrar en unos días el sentimiento de impotencia y la sensación de “naturalidad” que la violencia forjó en estos muchachos a lo largo de toda su historia. Sin embargo, el Laboratorio les ayudó a cambiar un poco la mirada con la cual se acercaban a su experiencia, y a darse cuenta de que, por común que haya sido todo lo que tuvieron que ver en su vida, no por común es normal, ni inevitable. Les permitió liberarse de parte del peso que representa la desesperanza, y abrirse a la tarea de construir juntos otras historias y otras experiencias para sí mismos y para su región; con la ilusión de que para otros niños, los que vienen, el miedo permanente, la zozobra, el resentimiento, no hagan nunca parte de lo “normal”.

“En este laboratorio dejé los miedos, dejé las limitaciones que muchas veces nos ponemos, esas limitaciones que hacemos carga, y que a nuestros ojos creemos que no podemos hacer nada, pero aquí descubrimos que podemos hacer muchas cosas, me llevo la seguridad, una confianza que descubrí aquí en todos.” Deicy Rodríguez ( 17 años)

“Aquí he dejado el tormento que llevaba por muchas situaciones, dejo un poquito de lo malgeniada, también la apatía. Ahora me siento necesaria, ya no necesitada como cuando llegué, sino necesaria, siento que hacer parte de ese proceso, estos cinco días me unieron, me siento conectada con el conocer. Siento que todos, a través de los diferentes procesos en los que estamos, tenemos un mismo objetivo que es la construcción de paz, dependiendo de la persona, pero en general sé que es la construcción de paz, y me siento añadida a ustedes, me siento ya una parte de ustedes.” Yisenia Barrios, (18 años)

Nuestro encuentro en Lejanías recogió a estos hijos y hijas de la guerra, los escuchó, les dio la posibilidad de reconocer su propia historia, de descargarse de una parte de sus heridas, y de abrirse a los demás, con la esperanza de encontrar en ellos amigos y aliados en la tarea común de construir un territorio en el que los niños puedan crecer en medio de la inocencia y la alegría.

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